lunes, 2 de abril de 2007

el gran pez

siguiendo con los comentarios de películas: El gran pez, dirigida por Tim Burton. Un análisis para estética.


En El Gran Pez, su autor se hace presente de forma evidente. Es difícil imaginar a otro que no sea Tim Burton, un cineasta que ha desatado su imaginación hasta el punto en que es capaz de convertir lo cinematográfico en una herramienta al servicio de la creación de un mundo nuevo, que sólo existe dentro de sus películas, un mundo que sorprende y que sólo puede ser representado a través del cine.

Ese mundo o la realidad que existe únicamente dentro de la película, desde su inicio al fin, es una característica propia del cine postmoderno. Es un trabajo muy autoral, en el sentido de la concepción de la película, de su creación. La pretensión de El gran pez, al menos la que se refleja en la pantalla, es mostrar un mundo originado en la cabeza de quien pensó la película; no hay una temática política o social en forma evidente, sino que sólo en la lectura a posteriori, ajena a las intenciones del creador.
El conflicto principal del relato se da entre el padre y su hijo, lo que es, según mi parecer, una excusa para incorporarnos al mundo fantástico de Edward Bloom. Este conflicto moviliza y justifica la narración y alcanza su cúspide cuando el padre -Edward- agoniza, hacia el final de la historia, y se produce una complicidad entre ambos que los embarca en un proyecto común: el logro de la trascendencia.
El protagonista nos traslada a un mundo de sueños y fantasías, que revive en nosotros lo mejor de ser niño: la capacidad de creer y de imaginar, de vivir -aunque sea sólo durante la película- en un mundo que no corresponde a lo racional y empírico, que no respeta las leyes y que no es necesario cuestionar. Lo que hace mucho más interesante a la historia es que todo este mundo maravilloso se tiñe de tristeza, haciéndose más hermoso: los personajes que nos parecen más adorables son incomprendidos, son excéntricos, raros y ajenos a sus mundos, aunque cubiertos de una total sinceridad en sus intenciones. Y en ese sentido logramos establecer un equilibrio con la realidad en que vivimos y esa realidad onírica donde nos gustaría estar viviendo.
El encanto de la película está en que Edward Bloom no es feliz, aún cuando en sus historias ha maquillado todos sus fracasos convirtiéndolos en una hilera de éxitos. Esa ambivalencia entre ser especial y distinto, pero a la vez un desadaptado es lo que hace que la historia sea interesante y creíble.
La puesta en escena tiene la misma importancia que el personaje, si no estuviera concebida tal como lo está, la historia perdería el sentido y el protagonista, la magia que lo envuelve. La sensación de estar sumergidos en otro mundo, en otra realidad, está reforzado por la iluminación, repleta de luces que encandilan, con colores brillantes dispuestos en fuertes contrastes; por los personajes que va conociendo el protagonista, como el gigante que se convierte en su amigo, el dueño del circo que en la noche se convierte en lobo o las siamesas; por la exageración de la naturaleza, como los árboles que cobran movimiento o la lluvia tormentosa que inunda todo. Todo eso, además, convierte a la película en una pieza única, inclasificable –a mi juicio- dentro de un género.

En El gran pez hay un juego con el tiempo. Por tratarse de una película llena de subjetividad -otro rasgo del postmodernismo- está contada como un cuento o una fábula; entonces, el tiempo parece ser un gran racconto, un gran recuerdo. La primera señal de esto es cuando el hijo recuerda las historias que le contaba su padre cuando era un niño, pero también se da cuando Edward le cuenta a su nuera alguna de sus “clásicas” historias. Este manejo del tiempo logra que contrastemos la realidad –representada por la familia de Bloom- con el mundo que él cuenta y representa.

Otro papel importante en la película lo desempeña la música, que al igual que en otras películas de Burton -como El joven manos de tijera o El increíble mundo de Jack- estuvo a cargo de Danny Elfman. Las melodías presentes en la película son suaves, mezclan cuerdas, percusiones y voces corales que aluden a la fantasía y a lo infantil; son dulces y juegan entre lo circense y la melancolía, refuerza los momentos de clímax y desarma casi de forma imperceptible las tensiones en el momento preciso.

La película está llena de metáforas, partiendo por la del pez negro, bigotudo, que jamás será atrapado por el hombre. Este pez es libre y está abierto a la libertad, abierto al río y también abierto al mar. Es la poesía de una libertad que posee el mundo entero y que, sin embargo, se mantiene en sus aguas, en sus mundos. Edward Bloom es, entonces, el pez que quedó grande para un acuario tan pequeño como Ashton, su ciudad.

Por otra parte, aunque relacionada con la metáfora del pez, el agua que aparece de manera recurrente en las pequeñas historias de la película, como en la necesidad de Edward de sumergirse en la tina, y nos remite a un fluir hacia algo, a veces de manera circular, nos hunde en una vuelta al origen. A través del agua el protagonista es capaz de dar el paso final de su vida, un paso que es dado a la vez por su hijo que cae en complicidad con él y se convierte en su manera de trascender. El fluir de lo líquido, entonces, nos pone frente a un viaje, “la vida misma es sentida como un viaje. Se convierte en espacial una imagen que debiera ser temporal”. Este viaje del gran pez que va en busca de muchas cosas, de la plenitud, donde todo lo logrado se vuelve perfecto.
Otra metáfora se da cuando parte de su ciudad con un gigante. Se pone a la altura de él, haciendo una analogía con lo que será su destino: el destino de un gigante. Ambos están destinados a algo mayor que el resto de las personas y se sienten distintos al resto, por eso tienen que partir. Cuando parte el viaje, Edward elige el camino difícil, para llegar a un pueblo donde viven los que fueron los más grandes de Ashton, y que lograron salir, irse. Pero en Spectre, el pueblo al que llega, no son vistos como grandes personas; Edward los ve como pequeños y hace ver que él era el más grande cuando decide continuar.

Cuando llega al circo y descubre que el dueño se convierte en lobo, una bestia indomable, consigue dominarlo. Ahí hay una metáfora del hombre sobre la bestia, del héroe dominando la naturaleza. Un héroe que la domina no con la fuerza, sino que con la razón.

Lo verdaderamente importante de las metáforas presentes en la película es algo que sobrepasa lo visual y lo auditivo, es la pregunta de qué es la vida sino aquello que nosotros mismos hacemos de ella. Y para Edward Bloom la vida carecería de sentido, su trascendencia no existiría, sin esa fantasía que endulzaba cada una de sus experiencias, a cada uno de sus personajes, como él mismo manifiesta: "descubrí que todos los seres que creemos malos son así porque se sienten solos...", él llega a acompañarlos de magia y de fantasía.
El gran pez demuestra la insistencia de su creador por abrir los ojos al hombre para hacerles ver que están en una búsqueda errada de la verdad de los hechos, que impide el descubrimiento de la verdad de la emoción. La concepción de veracidad y realidad es reemplazada por una percepción personal, tanto de Burton como de nosotros, los espectadores, que oculta tras ella el mundo común y aburrido que envuelve al hombre. A través de la incredulidad del hijo frente al mundo imaginario del padre, se juega una apología a favor de la imaginación, donde caemos como niños inevitablemente en la identificación, y nos hacemos partícipes de este mundo irreal.

La verdadera vida en la película está en la ficción, en la magia y en los sueños, jugando con la función misma del cine, donde el objetivo es hacer soñar al público con un mundo y una vida mejor.

En la película se juega con nuestra aparente lucidez, para llevarnos a cuestionar hasta lo que creemos más certero. No es un tema nuevo. Es la clásica lucha entre positivismo y fenomenología, entre historiadores y religiones. La discusión de si la realidad es un cúmulo de hechos y objetos observables o el registro subjetivo, poblado de sentido, de aquellos hechos y objetos que parecieran irse redefiniendo a medida que se relatan.El cine, claro está, es fenomenología, es el acto de estar en el aquí y en el ahora, su tiempo es el presente; sin embargo, nos sitúa en un espacio ficticio, jugando con las posibilidades más propias de nuestra mente. Conjuga de modo tal sus elementos que nos engaña, nos inserta en un universo virtual, que existe sólo dentro de nuestra cabeza. Pero, ¿esta virtualidad es necesariamente sinónimo de irrealidad?

Esa es la duda que me deja planteada la película y que, creo, es la duda que plantea toda la postmodernidad. La singularidad, lo diferente, lo especial, parece no tener sentido en la sociedad actual. Todo es estandarizado, hecho en series, ideado para la uniformidad; pero eso no es aplicable al hombre. El gran pez lo demuestra, la vida de Edward Bloom no tendría sabor, no tendría sentido si no fuera por su manera de ser, por la gracia de sus historias. Lo que el hijo ve como un defecto que lo avergüenza es lo que finalmente reconoce como lo más valioso de su padre.

Esto es lo que emociona de la película, saber que es así, que el hombre vale en y por sus diferencias, que somos capaces de enriquecer la vida de los demás con nuestra experiencia. En definitiva, que somos libres y ni la tecnología ni la globalización ni las imposiciones de maneras de pensar nos van a quitar nuestra característica más valiosa: que somos únicos e irrepetibles.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta película me hace llorar una y otras vez...
(comentario gay, pero no tenía que otra cosa decir).

Felicidades por el blog pichona.